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lunes, 2 de enero de 2012

Diego Vélazquez

DIEGO VELÁZQUEZ








Maestro sin par del arte pictórico, el sevillano Diego Velázquez adornó su carácter con una discreción, reserva y serenidad tal que, probablemente nunca se sabrá más sobre su psicología. La importancia de Velázquez, al margen de su propia personalidad, radica en su capacidad de tratar de un modo magistral, a lo largo de su dilatada carrera, la mayoría de los grandes temas pictóricos de su época. Consumado retratista, no fue sin embargo inferior su calidad de obras de género mitológico, religioso, alegórico y paisajístico.

Nació en Sevilla en 1599 como Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. Por parte paterna de origen portugúes y por parte materna de origen sevillano, sus antepasados fueron quizás hidalgos, pero sin especial significación ni económica ni social.


El joven Velázquez, bien dotado desde la infancia para la pintura, inicia su formación hacia 1609, pasando algunos meses en el taller de Herrera el Viejo, pintor prestigioso de la ciudad y conocido por su mal carácter. Al parecer el joven no pudo soportarlo, y en 1610 formaliza contrato de aprendizaje con el pintor sevillano Francisco Pacheco. Un año más tarde se casa con la hija de su maestro de pintura.


En esta etapa inicial procura y no lo consigue con gran maestría dominar el natural, lograr la representación del relieve y de las calidades lográndolo y sirviéndose del tenebrismo, de la fuerte luz que dirigida acebtúa los relieves y singulariza mágicamente las cosas más vulgares al colocarlas en un primer plano de luz y significación.


En 1623 el Conde Duque de Olivares lo llama a Madrida realizar un retrato equestre del joven rey, el cual es celebrado por la corte y desde ese momento se inicia el proceso de transformación humana y artística del pintor sevillano.







En la corte rápidamente se granjea el afecto del rey, ello lo conduce a la obtención de dos altos puestos en la vida palatina y la obtención del título de Caballero de Santiago, que se reservaba solo a los más altos cargos de nobleza de sangre, estableciéndose en Madrid.


En agosto de 1628 aparece en Madrid Rubens, con cartas para la arqchiduquesa  Isabel Clara Eugenia y ocho grandes cuadros para el rey. Rubens, que en aquel tiempo ya gozaba de una gran fama mundial, es 22 años mayor que Velázquez, causando una gran impresión en el  pintor sevillano. 


El 10 de agosto de 1629 Velázquez parte hacia Italia. Este viaje representa un cambio decisivo en su pintura. Desde el siglo anterior muchos artistas de toda Europa viajaban a Italia para conocer el centro de la pintura europea admirado por todos, un anhelo compartido también por Velázquez. Además era el pintor del rey de España y por ello se le abrieron todas las puertas, pudiendo contemplar obras que solo estaban al alcance de los más privilegiados.


La asimilación del arte italiano en el estilo de Velázquez se comprueba en La fragua de Vulcano y La túnica de José, lienzos pintados en aquel momento por iniciativa propia y sin encargo de por medio. Copió los frescos de Miguel Ángel y Rafael en las estancias vaticanas, estudiando a los grandes maestros antiguos. También se supone que estuvo en contacto con los artistas italianos más famosos de aquel tiempo, como Claudio de Lorena y Gian Lorenzo Bernini, entre otros. Asimismo estuvo en Roma, donde pintó La entrada a la gruta y El pabellón de Cleopatra-Ariadna, ambos en los jardines de la Villa Médicis. Permaneció en Roma hasta el otoño de 1630 y regresó a Madrid pasando por Nápoles, donde pudo conocer a José de Ribera, que se encontraba en su plenitud pictórica.


A su regreso a Madrid en enero de 1631 retoma sus actividades palaciegas y recibe el reconocimiento y afecto de Felipe IV, que ha visto en sus extraordinarias condiciones, transformándose en su pintor de por vida. En esta época su actividad pictórica en el palacio será muy intensa, ya que se está construyendo en aquella época el Palacio del Buen Retiro y para su decoración se hacen encargo a varios pintores importantes.








Velázquez realizará una serie de soberbios retratos equestres de los reyes Felipe III, Felipe IV, de sus respectivas esposas y del príncipe heredero a fin de decorar los testeros del salón de Reinos. Asimismo se pintan cuadros de batallas mostrando los triunfos de la monarquía, una de aquellas pinturas es La  rendición de Breda o Cuadro de las Lanzas.


Junto a las obras del Palacio del Buen Retiro también trabaja para la Torre de Parada, palacete de caza, donde Felipe IV formó una excelente colección de pinturas. Para este lugar realiza una serie de retratos de miembros de la familia real en traje de caza, en un tono discreto y sencillo, en escenarios de montaña, representando actividades cinegéticas.


Para la Torre de Parada pintó también ciertas figuras de carácter mitológico o literario, como el Marte, Mesipo y Esopo. De esta época también es el Cristo Crucificado,  realizado por encargo real, y destinado al convento de San Plácido.


También pintó para el oratorio de la reina La coronación de la Virgen y para una de las ermitas del jardín del Buen Retiro el gran lienzo de San Antonio Abad y San Pablo Ermitaño. Entre los años treinta y los años cuarenta también corresponden una serie de retratos de enanos y bufones de la corte, personajes singulares que pululaban en torno al rey, al que divertían y advertían de la realidad, con un grado de sinceridad y familiaridad sorprendente.


El segundo viaje del pintor a Italia se inicia en octubre de 1648. En aquel momento el pintor ya era un hombre maduro, y tenía el encargo del monarca para adquirir obras de arte para la colección real. 


Permanece en Roma todo el año 1650 y se le abren las puertas del Vaticano, dado su condición de pintor real, recibiendo el encargo de realizar el retrato de Inocencio X. El lienzo sorprendió a los romanos, por lo que se le abren las puertas de la Academia de San Lucas y la de Virtuosi al Pantheon. La obra refleja la personalidad cruel, recelosa y vulgar del papa, imponiendo su gran técnica con un acorde de rojos deslumbrantes y novedosos para la época. 






Se cree con bastante fundamento que el pintor sevillano regresara de Roma con una pieza excepcional: su cuadro La Venus del espejo, el único desnudo del siglo XVII. Sobre él se plantean varios enigmas: se ignora la real fecha de su elaboración, así como también el lugar (para algunos se realizó en España, otros sostienen que fue pintada en Italia), impregnado, sobre todo, por el clima de libertad que había en Italia, muy diferente al que se respiraba en el inquisitorial territorio español. En realidad, lo único que se sabe con certeza, es que dicho cuadro le fue encargado por el Marqués de Heliche, sobrino del Conde Duque de Olivares, en aquel instante favorito del rey.


De regreso a España las pinturas y esculturas que había traído de Italia complacen sobremanera al monarca, quien lo nombra aposentador mayor del palacio, y la amistad y cariño que siempre le había manifestado se refuerza y permanece hasta la muerte del pintor.


Este cargo es de máxima responsabilidad palaciega y lo inserta aun más en la vida cortesana, ha de ocuparse de modo de mayordomo o intendente de toda la vida palaciega, de los desplazamientos del rey y decoración de ceremonias. Se le encomienda la decoración del Alcázar, para ello pinta cuatro lienzos mitológicos, de los que se conserva solo el de Mercurio y Ergos.


En estos años retrata a los miembros de la familia real, siendo la más retratada de todas la Infanta Margarita, la Infanta María Teresa y el Infante Felipe Próspero, al que retrata en un magnífico cuadro acompañado de su perrito, y Las Meninas o La Familia, como era conocida en aquel momento.


En Las Meninas hay un misterio con respecto a la  composición. Si se observa solo al pintor que pinta y el espejo que hay en el fondo se puede llegar a pensar que su idea original  era el de retratar solo a los reyes, lo que hace que estos ocupen el mismo lugar que los espectadores que la contemplan, dotando a la tela de una profundidad y tratamiento del espacio novedosas en aquel tiempo.







El cuadro está pintado a la última manera de Velázquez, la que empleó desde el regreso de su segundo viaje a Italia. En esta última etapa se aprecia una mayor dilución de los pigmentos, un adelgazamiento de las capas pictóricas, una aplicación de las pinceladas desenfada, atrevida y libre. Las Meninas se realizó de manera rápida e intuitiva, según la costumbre de Velázquez de pintar primero el motivo  en vivo y de hacerlo con espontaneidad.


Las Hilanderas o Fábula de Aragne también pertenece a este período, siendo una de las pocas grandes obras maestras de la historia de la pintura. En un primer plano se observa a unas trabajadoras, bonitas, con una extraordinaria composición de actitudes de movimientos, especialmente la que hace girar la rueda del torno. En el fondo, con una técnica que aun hoy en día no ha podido ser igualada, se observan a unas damas, posibles clientas de la casa, ante las que se exhibe un hermoso tapiz, este reproduce a un maravilloso cuadro de Tiziano, El rapto de Europa. 


Murió el 6 de agosto de 1660. Fue enterrado en la iglesia San Juan Bautista, lugar que fue arrasado en la Guerra de la Independencia, y nadie se ocupó de salvar sus restos. En 1961, en el lugar que ocupaba la antigua iglesia, se alzó una modesta columna que señala la morada eterna del ilustre pintor.


Tras su muerte Velázquez fue objeto de admiración por parte de muchos artistas. La huella del pintor se pone de manifiesto en trabajos de artistas tan extraordinarios como Francisco de Goya. En este sentido, podemos encontrar alusiones a Las Meninas en La familia de Carlos IV, obra que el aragonés realizó  en 1801. Ambas pinturas tienen como tema principal el artista trabajando en compañía de la familia real. Sin embargo Goya optó por una composición sobria y de escasa profundidad que contrasta con el dinamismo y la abundancia de Velázquez.


Muchos especialistas han puesto de relieve su importancia para la pintura del siglo XIX. A partir de una deslumbrante variedad  pinceladas y una sutil armonía de colores, logró efectos de forma, textura, luminosidad y atmósfera que lo convierten en un precedente de la pintura impresionista. Las propuestas de artistas como Édouard Manet, Auguste Renoir o Claude Monet deben mucho a la lección de Velázquez.


No menos significativa ha sido su huella en el arte del siglo XX. Nada menos que el malagueño Pablo Picasso, el más importante artista de la centuria, se basó en Las Meninas para elaborar diversas series de composiciones. Otros notables artistas modernos como Francis Bacon, Antonio Saura o Manolo Valdés también se inspiraron en su pintura para elaborar algunas de sus propuestas más destacadas.





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