La pintura barroca española es aquella realizada a lo largo del siglo XVII y primera mitad del siglo XVIII en España. La introducción, poco después de 1610, de los modelos naturalistas propios del caravaggismo italiano, con la iluminación tenebrista, determinará el estilo dominante en la pintura española de la primera mitad del siglo. Más adelante llegarán las influencias del barroco flamenco, debido al mandato que se ejerce en la zona, y no tanto por la llegada de Rubens a España, como por la afluencia masiva de sus obras, junto a las de sus discípulos. Su influencia, sin embargo, se verá matizada por la de Tiziano y su técnica de pincelada suelta, sin la que no podría explicarse la obra de Vélazquez.
La iglesia y las instituciones con ella relacionadas, así como los particulares, continuaron constituyendo la principal clientela de los pintores, siendo la pintura religiosa de gran importancia en la época. Trabajar para la iglesia proporcionaba al pintor no solo una considerable fuente de ingresos, sino también prestigio y consideración social al hacer posible la exposición de sus obras.
También la corte tiene, en tal sentido, una importancia enorme. La decoración del nuevo Palacio del Buen Retirodio lugar a importantes encargos; a los pintores españoes se les confió la decoración del Salón de Reinos, con los retratos ecuestres de Velázquez, una serie de cuadros de batallas con las victorias recientes de los ejércitos de Felipe IV, y el ciclo de Los trabajos de Hércules de Zurbarán. La prohibición de trasladar cuadros de otros palacios reales y las prisas por completar la decoración del nuevo palacio forzaron a la compra de numerosas obras de coleccionistas particulares, hasta totalizar unos 800 cuadros.
Dentro del patrocinio cortesano no hay que olvidar los decorados escenográficos. Para las representaciones reales del Buen Retiro se trajo a los ingenieros italianos Cosme Liotti y Biaccio del Bianco, que introdujeron las tramoyas y los juegos de mutaciones toscanas. Francisco Rizi fue durante muchos años el director de los Teatros Reales, y se conservan algunos de los dibujos de sus telones, en los que participaron también otros artistas, como José de Cieza, pintor de perspectivas, que obtendría el título de pintor del rey. Las decoraciones efímeras de fachadas y arcos triunfales, patrocinados por los ayuntamientos y por los gremios, constituyeron otra fuente de encargos de pintura, principalmente profana.
Podría decirse, que la nobleza se mostró poco sensible al arte, concentrando sus esfuerzos en la dotación de capillas privadas, aunque algunos miembros de la alta nobleza reunieron grandes colecciones, y, en ocasiones actuaron como verdaderos mecenas. Entre ellos se encontraban algunos de los más ávidos coleccionistas de Europa. Excepcional era la colección del nuevo almirante Juan Gaspar Enríquez de Cabrera, por la ordenación casi muséica de sus fondos. Sus cuadros se distribuían en salas temáticas dedicadas a los países, los bodegones y las marinas, al lado de otras consagradas a los grandes maestros: Rubens, Rafael, Bassano, Ribera, cada uno con su propia pieza separada.
Otra consideración, no menos importante, es la escasa consideración social en que se tenía a los artistas, al ser considerada la pintura como un oficio mecánico, y como tal sujeto a las cargas económicas y exclusión de honores que pesaban sobre los menospreciados oficios bajos y serviles, prejuicios que solo serían superados durante el siglo XVIII. Durante todo el siglo XVII los pintores lucharon por ver admitido su oficio como arte liberal. Muchos tratados teóricos de esta época, además de proporcionar datos biográficos sobre los artistas, representaban un esfuerzo por dar mayor dignidad a la profesión.
Los gremios, en ocasiones dominados por los doradores y los talleres donde se formaban los artistas, sin embargo, actuaron muchas veces en sentido contrario. También era contrario a la dignidad de la pintura, la costumbre de los pintores modestos de tener tienda abierta como era usual entre los artesanos. La iniciación profesional, muy temprana, no favorecía intelectual, siendo pocos los artistas que mostraron una genuina preocupación cultural. Entre las excepciones, Francisco Pacheco, el maestro de Velázquez, quien siempre buscó rodearse de intelectuales con los que se carteaba.
El lugar privilegiado de la pintura religiosa es el retablo mayor de los templos, pero abundan también las obras para la devoción particular y proliferan los retablos menores en capillas y naves laterales. En la segunda mitad del siglo, a la vez que se imponen retablos gigantes, se produce una tendencia a eliminar las escenas múltiples y a dar un desarrollo más amplio al episodio central. Es el momento glorioso de la gran pintura religiosa, antes de que, a finales de siglo, quede frecuentemente relegada a un segundo o tercer lugar de importancia. En esta etapa de pleno barroco y bajo la influencia de Luca Giordano, se pintan al fresco espectaculares rompimientos de gloria en las bóvedas de las iglesias y se harán corrientes las representaciones triunfales (San Augustín de Claudio Coello), en composiciones dominadas por las líneas diagonales y desbordantes de vitalidad.
Se desarrollaron en España otros géneros con características particulares. La expresión pintura al bodegón aparece documentada en 1599. El austero bodegón español difiere de las suntuosas mesas de cocina flamencas. A partir de la obra de Sachez Cotán quedó definida como un género de composiciones sencillas, geométricas, de líneas duras e iluminación tenebrista.
Se alcanzó tal éxito, que muchos artistas siguieron su ejemplo: Felipe Rámirz, Alejandro de Loarte, el pintor cortesano Juan van der Hamen y León, Juan de Espinosa, Francisco Barrera, Antonio Ponce, Francisco Palacios, Francisco de Burgos Mantilla y otros. También la escuela sevillana contribuyó a definir las características del bodegón español con Velázquez y Zurbarán a la cabeza. El bodegón característico español, con algunas influencias italianas y flamencas, se vio transformado a partir de la mitad del siglo, cuando la influencia flamenca hizo que las representaciones fueran más suntuosas y complejas.
El retrato español hunde sus raíces, por un lado, en la escuela italiana (especialmente en Tiziano), y por otro, la pintura hispano-flamenca de Antonio Moro y Sánchez Coello. Las composiciones son sencillas, sin adornos, transmitiendo la intensa humanidad y dignidad del retratado. Ejemplo de ello lo encontramos en El patizambo de José de Ribera (1642). Se distingue de los retratos de otras escuelas por su austeridad, el mostrar el alma del representado, cierto escepticismo y fatalismo ante la vida y todo ello en un estilo naturalista al captar los rasgos del modelo.
En menor medida pueden encontrarse temas históricos y mitológicos. Si se compara con el siglo XVI existió un aumento notable de pintura mitológica al no ir destinadas exclusivamente a las residencias reales y establecerse una producción de lienzos independientes que estaban al alcance de un mayor público, y permitían una variedad iconográfica mayor. El paisaje (pintura de países), como el bodegón, fue considerado un tema menor por los tratadistas, que colocaban la representación de la figura humana en la cima de la figuración artística. Los inventarios revelan, sin embargo, que fue un género muy estimado por los coleccionistas, aunque al ser raro que en ellos se diera el nombre de los artistas, no es posible saber cuantos fueron producidos por artistas españoles y cuantos fueron importados. A diferencia de lo que ocurre con la pintura holandesa, en España no hubo auténtico representante en dicho género a excepción quizás de Ignacio de Iriarte, aunque algunos pintores como Francisco Collantes y Benito Manuel Agüero en Madrid, son conocidos por sus paisajes, sin olvidarnos de Antonio del Castillo.
Dentro del patrocinio cortesano no hay que olvidar los decorados escenográficos. Para las representaciones reales del Buen Retiro se trajo a los ingenieros italianos Cosme Liotti y Biaccio del Bianco, que introdujeron las tramoyas y los juegos de mutaciones toscanas. Francisco Rizi fue durante muchos años el director de los Teatros Reales, y se conservan algunos de los dibujos de sus telones, en los que participaron también otros artistas, como José de Cieza, pintor de perspectivas, que obtendría el título de pintor del rey. Las decoraciones efímeras de fachadas y arcos triunfales, patrocinados por los ayuntamientos y por los gremios, constituyeron otra fuente de encargos de pintura, principalmente profana.
Podría decirse, que la nobleza se mostró poco sensible al arte, concentrando sus esfuerzos en la dotación de capillas privadas, aunque algunos miembros de la alta nobleza reunieron grandes colecciones, y, en ocasiones actuaron como verdaderos mecenas. Entre ellos se encontraban algunos de los más ávidos coleccionistas de Europa. Excepcional era la colección del nuevo almirante Juan Gaspar Enríquez de Cabrera, por la ordenación casi muséica de sus fondos. Sus cuadros se distribuían en salas temáticas dedicadas a los países, los bodegones y las marinas, al lado de otras consagradas a los grandes maestros: Rubens, Rafael, Bassano, Ribera, cada uno con su propia pieza separada.
Otra consideración, no menos importante, es la escasa consideración social en que se tenía a los artistas, al ser considerada la pintura como un oficio mecánico, y como tal sujeto a las cargas económicas y exclusión de honores que pesaban sobre los menospreciados oficios bajos y serviles, prejuicios que solo serían superados durante el siglo XVIII. Durante todo el siglo XVII los pintores lucharon por ver admitido su oficio como arte liberal. Muchos tratados teóricos de esta época, además de proporcionar datos biográficos sobre los artistas, representaban un esfuerzo por dar mayor dignidad a la profesión.
Los gremios, en ocasiones dominados por los doradores y los talleres donde se formaban los artistas, sin embargo, actuaron muchas veces en sentido contrario. También era contrario a la dignidad de la pintura, la costumbre de los pintores modestos de tener tienda abierta como era usual entre los artesanos. La iniciación profesional, muy temprana, no favorecía intelectual, siendo pocos los artistas que mostraron una genuina preocupación cultural. Entre las excepciones, Francisco Pacheco, el maestro de Velázquez, quien siempre buscó rodearse de intelectuales con los que se carteaba.
El lugar privilegiado de la pintura religiosa es el retablo mayor de los templos, pero abundan también las obras para la devoción particular y proliferan los retablos menores en capillas y naves laterales. En la segunda mitad del siglo, a la vez que se imponen retablos gigantes, se produce una tendencia a eliminar las escenas múltiples y a dar un desarrollo más amplio al episodio central. Es el momento glorioso de la gran pintura religiosa, antes de que, a finales de siglo, quede frecuentemente relegada a un segundo o tercer lugar de importancia. En esta etapa de pleno barroco y bajo la influencia de Luca Giordano, se pintan al fresco espectaculares rompimientos de gloria en las bóvedas de las iglesias y se harán corrientes las representaciones triunfales (San Augustín de Claudio Coello), en composiciones dominadas por las líneas diagonales y desbordantes de vitalidad.
Se desarrollaron en España otros géneros con características particulares. La expresión pintura al bodegón aparece documentada en 1599. El austero bodegón español difiere de las suntuosas mesas de cocina flamencas. A partir de la obra de Sachez Cotán quedó definida como un género de composiciones sencillas, geométricas, de líneas duras e iluminación tenebrista.
Se alcanzó tal éxito, que muchos artistas siguieron su ejemplo: Felipe Rámirz, Alejandro de Loarte, el pintor cortesano Juan van der Hamen y León, Juan de Espinosa, Francisco Barrera, Antonio Ponce, Francisco Palacios, Francisco de Burgos Mantilla y otros. También la escuela sevillana contribuyó a definir las características del bodegón español con Velázquez y Zurbarán a la cabeza. El bodegón característico español, con algunas influencias italianas y flamencas, se vio transformado a partir de la mitad del siglo, cuando la influencia flamenca hizo que las representaciones fueran más suntuosas y complejas.
El retrato español hunde sus raíces, por un lado, en la escuela italiana (especialmente en Tiziano), y por otro, la pintura hispano-flamenca de Antonio Moro y Sánchez Coello. Las composiciones son sencillas, sin adornos, transmitiendo la intensa humanidad y dignidad del retratado. Ejemplo de ello lo encontramos en El patizambo de José de Ribera (1642). Se distingue de los retratos de otras escuelas por su austeridad, el mostrar el alma del representado, cierto escepticismo y fatalismo ante la vida y todo ello en un estilo naturalista al captar los rasgos del modelo.
En menor medida pueden encontrarse temas históricos y mitológicos. Si se compara con el siglo XVI existió un aumento notable de pintura mitológica al no ir destinadas exclusivamente a las residencias reales y establecerse una producción de lienzos independientes que estaban al alcance de un mayor público, y permitían una variedad iconográfica mayor. El paisaje (pintura de países), como el bodegón, fue considerado un tema menor por los tratadistas, que colocaban la representación de la figura humana en la cima de la figuración artística. Los inventarios revelan, sin embargo, que fue un género muy estimado por los coleccionistas, aunque al ser raro que en ellos se diera el nombre de los artistas, no es posible saber cuantos fueron producidos por artistas españoles y cuantos fueron importados. A diferencia de lo que ocurre con la pintura holandesa, en España no hubo auténtico representante en dicho género a excepción quizás de Ignacio de Iriarte, aunque algunos pintores como Francisco Collantes y Benito Manuel Agüero en Madrid, son conocidos por sus paisajes, sin olvidarnos de Antonio del Castillo.
Hola, estoy interesada en saber la información de las pinturas que utilizaste: nombre, representación y autor. Muchas gracias
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